Desde niños, crecemos escuchando o leyendo diversos cuentos e historias. Cuando crecemos, ya de adultos, leemos novelas y otro tipo de relatos, más cortos, muchas veces de amor. Se han escrito muchas páginas de la emoción que reina el mundo. Los relatos de amor y las historias románticas nos llenan de esperanza, a veces de melancolía, incluso de tristeza, ya que no todos los finales son felices, ni siquiera en los cuentos.
Hemos querido reunir varios de los mejores relatos cortos de amor posibles. Algunas son historias reales escritas o contadas por nuestras redactoras. Hemos querido mezclarlas con relatos inventados para que no se puedan distinguir los cuentos reales de los ficticios. Cada mes iremos añadiendo más relatos, algunos reales, otros no, más tristes o melancólicos, pero todo historias bonitas de amor o con moraleja. Puedes enviarnos tus cuentos cortos, relatos, o historias de amor siempre que sean breves, no muy extensos. Envíalos por correo electrónico o en nuestro formulario de contacto. También puedes compartir tus microrrelatos o frases bonitas de amor y publicaremos aquí las mejores historias.
Historias de amor bonitas
Las siguientes son historias románticas y lindas con un final feliz… casi siempre. El amor verdadero suele vencer en la batalla, aunque a veces nos poseen otras emociones como los celos o la lujuria, que impiden que triunfe el amor real.
Corazones juveniles
Cada mañana, con tiempo suficiente, ya que no me gusta ir con prisa, entro en una coqueta cafetería de mi barrio. Es un ritual casi sagrado para mí. Pido mi capuchino con un golpe de caramelo, me siento en la mesa junto a la ventana y observo a la gente correr con prisa mientras disfruto con calma de mi desayuno, la ventaja de levantarse temprano para no correr al trabajo. Sin embargo, para ser honesto, lo que de verdad espero cada mañana es verla a ella.
No sé su nombre, ni nada de su vida, pero casi todos los días, a la misma hora, se sienta en la esquina de la barra que está frente a mi mesa. Al principio, era solo una coincidencia. Después de unos días, noté que coincidíamos más a menudo, y empezamos a intercambiar miradas y alguna sonrisa tímida.
Un día, encontré una pequeña nota bajo mi taza: «Hola, desconocido. Me pregunto cómo te llamas. ¿Te gustaría intercambiar historias?» Mi corazón casi da un vuelco, y no por los cafés. Escribí rápidamente mi respuesta: «Hola, desconocida. Me llamo Alex. Sí, me encantaría.» Me temblaban las piernas cuando ella fue al baño y aproveché para dejar mi nota.
Así comenzó nuestra correspondencia. Cada día, intercambiábamos pequeñas notas, compartiendo secretos de cada uno, algunos chismes, tonterías, como si volviéramos a ser niños. Nunca hablábamos en voz alta, solo nos comunicábamos a través de esos pequeños papeles. Era un juego mágico y misterioso, con muchas visitas al baño, debo decir.
Un par de semanas después, la nota que encontré era muy diferente: «Me ha encantado sentirme una quinceañera de nuevo con nuestras conversaciones. ¿Te gustaría conocernos de verdad? Te esperaré aquí, mañana, en tu mesa, fdo. Esther.»
Esa noche apenas dormí, anticipando nuestro primer encuentro de verdad, no sabía si me saldrían las palabras. A la mañana siguiente, llegué al café más temprano que de costumbre, con el corazón latiendo a mil por hora. Y allí estaba ella, sentada en mi mesa, así que… yo me senté en su sitio de la barra, y ante su mirada sorprendida me acerqué diciéndole que solo bromeaba. Mi corazón volvió a sentirse como el de un niño chico, y así hasta hoy en día, que todavía nos seguimos dejando notitas dentro del portátil, debajo de la almohada, en el baño. No desperdiciamos la ocasión de hacernos reír el uno al otro, y sentir ese amor de quinceañeros.
Amor en el andén
Era una tarde lluviosa cuando me encontré atrapado en la estación de tren. El cielo se había oscurecido, la megafonía anunció un segundo retraso del tren, lo cual hizo que todos los pasajeros suspiráramos con frustración y desaire. Volví a sentarme en un banco, y mi hastío por la lluvia y la espera, se tornó en otro sentimiento cuando la vi, aún no sabía en cuál.
Ella estaba allí, acababa de llegar, empapada por la lluvia, tratando de refugiarse bajo un pequeño techado del andén. Había algo en su mirada, una mezcla de tristeza y esperanza que me llamó la atención. Sin pensarlo, me acerqué y le ofrecí mi paraguas.
«Gracias,» dijo con una sonrisa tímida. Nos quedamos allí, en un silencio que se hizo eterno bajo mi paraguas azul, observando cómo la lluvia caía pesadamente sin descanso. Por fin, superamos esa primera incomodidad, y al ver que pasaba el tiempo empezamos a hablar. Primero de cosas triviales, por supuesto, del dichoso tiempo. Cada palabra salía más fácil que la anterior, tanto que, tras unos minutos, parecía que nos conociéramos de toda la vida, y sin darnos cuenta, estábamos hablando de nuestras situaciones personales con total confianza, bajo aquel paraguas. Se llamaba Marisa, y como yo, estaba atrapada en un momento de su vida, sin avanzar, sin ilusión, sin esperanzas de cambio.
Cuando llegó el tren ambos nos miramos como deseando que hubiera seguido ese retraso durante horas. Me recorrió esa sensación de estar viendo una película y llegar al momento que todo comienza a cobrar sentido, cuando más interesante se pone. No podía irme justo ahora, no quería, y por su mirada, ella creo que sentía lo mismo. Subimos juntos, solo había un asiento libre y ella prefirió quedarse de pie conmigo. Seguimos conversando, sin dejar que el cambio de escenario rompiera la magia del momento. Seguimos compartiendo más de nosotros mismos de lo que habíamos compartido con cualquier otra persona. Seguimos con nuestro inesperado viaje particular…
Finalmente, el tren llegó a su destino, a toda velocidad intercambiamos números de teléfono. Ninguno se atrevió a sugerirlo hasta que los altavoces anunciaron la parada, pero no dudamos ni un segundo en hacerlo. Nos prometimos continuar charlando de los mil temas que pudimos tocar en tan intenso trayecto. En unas horas, todo había cambiado para ambos, había aparecido en el horizonte un nuevo destino para nuestros viajes vitales, y todo parecía indicar, que nuestros trayectos se habían cruzado para siempre…
Una cazada inesperada
A veces, la verdad nos golpea a la cara demostrándonos que no siempre las cosas son lo que parecen. ¿Quién soy? Poco importa, solo quiero que conozcan mi historia…
Todo era felicidad, había encontrado el amor de mi vida y me amaba tan tanto como yo a él, cenas familiares, encuentros con amigos, citas apasionadas, las cosas no podían ir mejor. Un día lo noté misterioso, algo preocupado. Intrigada por saber lo que pasaba encontré un papel en su chaqueta en el que citaba a alguien en una habitación de hotel. No podía creer lo que estaba pasando, ¡MI GRAN AMOR TRAICIONÁNDOME! Decidida a enfrentar la situación, acudí al lugar del encuentro, nunca pensé lo que me esperaba.
Al tocar la puerta, recibí la invitación a pasar, esa voz que reconocía como la del hombre que más había amado en la vida, y hoy me estaba traicionando con otra. Contuve el llanto y entré. Un camino de rosas señalaba el camino a una cama llena de pétalos que formaban un gran corazón con un “TE AMO” en medio. La sangre fluía acelerada por mis venas, estaba llena de ira.
Deseaba con todas mis ansias tenerlo en frente y decirle quién sabe qué cosas. Él salió de detrás de la puerta y mientras estaba de espaldas me dijo: “Hola, te estaba esperando”. Luche un par de minutos contra el nivel de petrificación que había alcanzado mi cuerpo y me impedía darme la vuelta. No llores, me dije a mi misma, se fuerte, y me giré.
De rodillas estaba mi alma gemela con una anillo en la mano ¡PIDIÉNDOME MATRIMONIO! No podía estar más atónita, las palabras no salían de mi boca, hasta que pude expresar un rotundo y estruendoso ¡SÍ QUIERO!
Tantos fantasmas, todo lo que me inventé, yo solita en mi cabeza se esfumó como el humo, demostrándome que lo que parece ser una realidad, puede resultar un espejismo que nos forjamos a causa de los miedos, temores y desconfianza. Luego de celebrar, le conté a mi amor lo que había pasado, pidiéndole que me disculpara por mi actitud. Por fortuna solo le causo risas, y no surgió entre nosotros un problema mayor. Ambos aprendimos una lección, él, que esa no es la mejor forma de planear una sorpresa, y yo, que confiar es elemental en una relación.
Relatos de amor tristes y melancólicos
No todas las historias de amor terminan como esperamos, o como nos gustaría. A veces un relato termina mejor de lo que creíamos, sin dejar de ser triste, y otras veces todo lo contrario, lo que parecía eterno e idílico, resulta que… En fin, si algo tiene el amor, es lo impredecible de sus vaivenes y lo inescrutable de sus caminos.
La carta nunca enviada
Un día estaba rebuscando algo que ya no recuerdo en el trastero de la casa de Antonia, mi abuela, y escondida en una cajita marrón tierra, encontré una vieja carta ya amarillenta escrita a mano. Me pudo la curiosidad y la abrí, según iba leyendo, las palabras describían un amor perdido, una pasión intensa que mi abuela había mantenido en secreto toda su vida. Uno de los pasajes decía:
«Querido Julián, nunca te lo dije, pero siempre fuiste el gran amor de mi vida. Te extraño cada día y cada noche. Solo puedo recordar el tiempo que pasamos juntos y nuestra bonita amistad como una historia sin terminar. Me arrepiento de no haber tenido el valor de escribir el siguiente capítulo de nuestras vidas, y siempre me preguntaré por qué tú tampoco te atreviste. Jamás podré quitarme esa espina, esa dolorosa incertidumbre de saber si sentías lo mismo, de saber si compartías mis sentimientos. Estoy segura de que el final de ese libro hubiera sido un «felices para siempre».
Las palabras me conmovieron profundamente. ¿Quién era Julián? ¿Por qué mi abuela nunca le envió esta carta? Decidí investigar, impulsada por un extraño deseo de entender ese amor no cumplido que parecía haber marcado la vida de mi abuela.
Busqué en viejos álbumes de fotos, en diarios familiares, y pregunté a la gente discretamente. Al final encontré una pista: una dirección incompleta en una pequeña localidad no muy lejana. Sin pensarlo dos veces, tomé el tren hacia allí, llevando conmigo la carta que nunca fue enviada.
Al llegar, pregunté por él en el pueblo, un hombre que debía ser bastante mayor ya. La gente del lugar me miraba con curiosidad, hasta que finalmente una anciana me señaló una casa antigua junto a la iglesia. Toqué la puerta con el corazón en la garganta.
Un hombre mayor abrió, sus ojos rebosaban penumbra y tristeza. «¿Puedo ayudarte?», preguntó con voz temblorosa. Le entregué la carta, y mientras la leía, vi cómo las lágrimas inundaban sus ojos sin derramarse, al tiempo que esbozaba una tenue sonrisa.
«Antonia,» susurró, «mi dulce Antonia, nunca sospeché que sentías lo mismo.» Pasamos horas hablando, compartiendo historias y recuerdos, y por supuesto me ofrecí a organizarles un bonito reencuentro, pero eso ya es otra historia que algún día contaré. En ese día tan lindo, no solo descubrí el amor platónico de mi abuela, sino que me hizo replantear muchas cosas. Sin saberlo, mi abuela acababa de darme una gran lección sobre la vida y el amor, y el alto precio de las acciones que no llevamos a cabo por miedo, timidez, verguenza…
Descubrí el amor en tu mirada
Comunicarle a la familia, concretar fecha y preparar la celebración no duró demasiado. El día llego, al fin estaba casada con el hombre de mis sueños, ese que solamente con mirarme a los ojos hacía que mi corazón se acelerara y se me erizara la piel. Sus padres nos regalaron un fin de semana en la playa como regalo de bodas, y sin demora partimos a lo que serían días de máximo idilio y placer. Y ahí empezó todo…
Desayunos en la cama, paseos, cenas a la luz de las velas… Todo lo necesario para no poder sentirme más feliz, cuál principio de historia de amor a lo Romeo y Julieta. La mañana que tocaba volver desperté y no lo encontré a mi lado, solo una nota que decía “Te espero en el faro para darte una sorpresa, te amo hasta la eternidad”.
Emocionada, me arreglé y partí a su encuentro, pero al llegar él no estaba. Espere unos 15 minutos antes de llamarle por teléfono, y al hacerlo, saltaba el buzón… Los minutos se hicieron horas y comencé a preocuparme. Regresé al hotel y tampoco le encontré, había pasado poco rato cuando llamaron a la puerta, esa que marcaría mi vida para siempre.
Frente a mí, estaban dos oficiales de policía quienes me notificaron que mi alma gemela había tenido un accidente y estaba muy grave en el hospital. Acudí de inmediato, al llegar, los médicos me informaron que no podían hacer nada, mi gran amor tenía muerte cerebral. El mundo dejó de girar, escuchaba hablar a los doctores pero era incapaz de procesar nada.
No recuerdo demasiado del entierro, ni los días siguientes, quizás a causa de los calmantes, o simplemente, que sentía que había dejado de existir. Mi ancla, mi brújula, el motor que impulsaba mi felicidad, ya no estaba, y el vacío era peor que la muerte.
Y así pasaron los días, que luego se convirtieron en meses y estos en un año, luchando con la idea de querer entregarme al abismo y alcanzar a mi amor en la eternidad. Sí, decidí matarme, no soportaba respirar un aire que él no respiraba, vivir en un mundo al cual él no pertenecía. Sin equipaje ni dejar nota alguna, tomé las llaves del coche y conduje hasta el faro, el lugar acordado para nuestro encuentro.
Subí a lo alto, y con navaja en mano, rogué a mi amor que viniera por mí, al tiempo que cortaba mis muñecas. Desangrada y aturdida, escuche una voz que no me resultaba familiar, pero al mirarle, me topé con unos ojos que no podían engañarme ¡Era él! Entregada a la idea de vivir eternamente a su lado, me dejé llevar.
Cuando desperté estaba en la cama de un hospital, y de espaldas en la ventana, vi un desconocido que supuse sería la persona que me encontró. Decepcionada, salió de mi boca un ¿quién eres? Cuando lo que quería era gritar ¿¡POR QUÉ ME SALVASTE!? Al darse la vuelta y mirarme, ahí estaban, esos ojos de nuevo, una conexión inexplicable que más tarde entendería.
La intriga de encontrar respuesta a lo que sentía al mirar a este hombre me hizo compartir tiempo con él. Hablábamos de todo, menos del porqué de mi drástica decisión. Una tarde, mi salvador me contó su historia, la de un chico que recuperó la vista gracias a una cirugía de córnea que había esperado mucho tiempo. Cirugía que le hicieron el año pasado, y que logró gracias a un donante anónimo.
Sí, ese donante era mi amado, y en mi ángel salvador cohabitaba una parte de él. No pasó demasiado tiempo antes de que surgiera algo muy lindo entre nosotros, y aunque no es un amor tan especial como el que traspasó la muerte para volver a mí, me llena de ganas de vivir y seguir adelante. Los caminos del destino y del amor son misteriosos e impredecibles.
La distancia no puede separar el amor
Éramos solo dos quinceañeros cuando empezó nuestra historia, amigos inseparables que luego serían novios escondidos, y sellarían el juramento de quererse intercambiando sus más valiosos tesoros. Él su pulsera de suerte, yo la medallita de la virgen que mi abuela me regaló cuando cumplí 9 años. Pero la separación llegó…
No pasó demasiado tiempo de aquel hermoso día cuando mis padres me anunciaron que nos mudaríamos a otro país. Después de muchas lágrimas la despedida llegó.
Correos, mensajes y llamadas se sucedieron los primeros años. Sin embargo, poco a poco fueron disminuyendo, tal vez porque cada uno se distrajo con sus propios asuntos. Al final, él conoció a alguien más, y en vista de ello, me di la oportunidad de iniciar una relación también.
Aunque no lo niego, mi novio procuraba darme todo cuanto necesitaba, pero aun así, no se comparaba a ese primer amor perdido. La graduación llegó y con ella la propuesta de afianzar la relación y mudarnos juntos, lo que dude mucho antes de aceptar.
Una tarde, recibí la llamada de mi madre, notificándome el fallecimiento de mi abuela, lo que nos obligó a regresar a nuestro país natal después de 8 años. En medio del dolor de la pérdida, nacía la ilusión de volver a encontrarme con él: ¡MI PRIMER Y MÁS GRANDE AMOR!
En efecto así fue, únicamente que no estaba solo, aferrada a su mano estaba una pequeña niña a la que me presentó como su hija; si bien estábamos separados y fuera de contacto, sentí que mi mundo se derrumbaba. Disimulé, y aguantando las ganas de llorar, saludé a la pequeña y nos dimos un amistoso abrazo.
Pasaron pocos días antes de volver a toparnos, me preguntó qué había sido de mi vida y le dije que vivía felizmente con mi pareja. Parecía decepcionado ¿QUÉ PUEDES RECLAMARME, TIENES ESPOSA Y UNA HIJA? Nos despedimos sin hablar más nada y cada uno siguió su camino.
La tarde antes de partir, la nostalgia de la infancia invadió mi mente, tome una chaqueta y salí a dar un paseo aun con el mal tiempo que anunciaba un torrencial aguacero; divagando llegué al lugar en el que hicimos ese pacto de amor que parecía haber sepultado en el pasado.
Para mi sorpresa, ahí estaba él, sentado en frente de lo que ahora era una construcción abandonada, tanto como la promesa que ahí juraron dos jóvenes enamorados. Se sorprendió al verme, pero no más que yo al notar que prendía de su cuello la medalla que le obsequié.
Me senté a su lado y comenzamos a charlar, le pregunté por su esposa y me respondió que llevaban tiempo separados, suena egoísta pero ¡ME ALEGRÉ!. Mi corazón parecía querer salir del pecho cuando de pronto comenzó a llover. Corriendo entramos a refugiarnos, aunque el sitio era inhóspito, mi mente lo concebía como el escenario más romántico cuando me abrazó para mermar el frío.
Empapados por la lluvia, la cercanía hizo inevitable ese beso que confirmaría que cada milésima de ese sentimiento que nos unió en la adolescencia, seguía intacto, o peor aún, había crecido con el tiempo. Hablamos, reímos, nos besamos hasta sentir que desgastábamos nuestros labios y luego, nuevamente, la triste despedida.
Llegamos temprano al aeropuerto, y a pocos segundos de ingresar a la puerta que me conduciría de nuevo a mi realidad, escuche su voz. Corrí, lo abracé, y él me besó. De su boca solo salió un «quédate», y no tuve fuerzas para volver a decir adiós al amor de mi vida. Hoy somos una familia, junto a su pequeña y al bebé que ya viene en camino.
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